miércoles, 27 de abril de 2011

Una palabras del Beato Juan Pablo II




Ya que el día 1 de mayo es la Beatificación de Juan Pablo II, y le tengo un gran cariño, quiero publicar unas palabras suyas, hablando sobre la cultura de la Vida. A el le pido que interceda por nosotros, para que termine el aborto y por todas las mujeres que han abortado.



Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso.


Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena categórico el reproche del Profeta: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad » (Is 5, 20). Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de « interrupción del embarazo », que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento.

La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la procura.

Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente.

En la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido, además de la madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo:de esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de comunidad de amor y su vocación de ser « santuario de la vida ». No se pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes directa o indirectamente la han forzado a abortar. También son responsables los médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para promover la vida.

Pero la responsabilidad implica también a los legisladores que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido de ellos, los administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para practicar abortos. Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron haber asegurado -y no lo han hecho- políticas familiares y sociales válidas en apoyo de las familias, especialmente de las numerosas o con particulares dificultades económicas y educativas. Finalmente, no se puede minimizar el entramado de complicidades que llega a abarcar incluso a instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión del aborto en el mundo. En este sentido, el aborto va más allá de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima causada a la sociedad y a su cultura por quienes deberían ser sus constructores y defensores. Como he escrito en mi Carta a las Familias, «nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización ». Estamos ante lo que puede definirse como una « estructura de pecado » contra la vida humana aún no nacida.

60. Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida humana personal. En realidad, « desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de siempre... La genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese viviente: una persona, un individuo con sus características ya bien determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar ».[57] Aunque la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen « una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana? ».[58]
Con este fin, urge ante todo cultivar, en nosotros y en los demás, una mirada contemplativa.[107] Esta nace de la fe en el Dios de la vida, que ha creado a cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139/138, 14). Es la mirada de quien ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don , descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente (cf. Gén 1, 27; Sal 8, 6). Esta mirada no se rinde desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la muerte; sino que se deja interpelar por todas estas situaciones para buscar un sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad.

Es el momento de asumir todos esta mirada, volviendo a ser capaces, con el ánimo lleno de religiosa admiración, de venerar y respetar a todo hombre, como nos invitaba a hacer Pablo VI en uno de sus primeros mensajes de Navidad.[108] El pueblo nuevo de los redimidos, animado por esta mirada contemplativa, prorrumpe en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la vida, por el misterio de la llamada de todo hombre a participar en Cristo de la vida de gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y Padre.
Su fundamento en la ley natural se pone de manifiesto en que el derecho a la vida es uno de los derechos más universalmente reconocidos en todas las legislaciones y declaraciones de derechos humanos, independientemente del credo religioso.


Algunas cifras

Las Administraciones públicas no ejercen un control muy minucioso sobre las clínicas privadas (las más utilizadas para realizar abortos) así que es difícil disponer de datos exactos sobre el número de abortos que se realizan. Los datos que se manejan a escala mundial sitúan en unos 50 millones los abortos que se realizan cada año. Con razón se ha dicho que, después del holocausto judío, estamos sin duda ante la mayor tragedia de la humanidad en el siglo XX. “En nuestros tiempos -ha escrito el Papa Juan Pablo II en su reciente libro Memoria e Identidad-, el mal ha crecido desmesuradamente, sirviéndose de sistemas perversos que han practicado a gran escala la violencia y la prepotencia. No me refiero ahora al mal cometido individualmente por los hombres movidos por objetivos o motivos personales. El del siglo XX no fue un mal en edición reducida, “artesanal”, por llamarlo así. Fue el mal en proporciones gigantescas, un mal que ha usado las estructuras estatales mismas para llevar a cabo su funesto cometido. Un mal erigido en sistema.”

lunes, 11 de abril de 2011